sábado, 9 de octubre de 2010

La mujer que limpia


Aldana venía las 9 de la mañana, cuando yo estaba en el medio de mi noche de sueño. Por eso, al principio, me despertaba de un timbrazo, yo le abría la puerta dormido, le daba algunas indicaciones y me volvía a meter rápido en mi habitación. Después de unos meses le di la llave y le dejaba una notita con lo que tenía que hacer. La noche anterior revisaba la casa para no dejar cosas de valor tiradas por ahí. Lo único de valor que tengo es un Ipod y una laptop, así que esas eran las dos cosas que escondía.

Entre sueños escuchaba el ruido de la llave en la puerta, a la mañana siguiente. La adivinaba dejando el bolso sobre el sofá, escuchaba el clic del interruptor de luz, la imaginaba inclinándose sobre la notita que le había escrito y luego caminando, escuchaba la puerta corrediza de la cocina y luego el ruido de sopapa despegándose de la puerta de la heladera, las puertas de la alacena (estaba decididiendo si tenía que comprar algo más, elementos de limpieza o algún ingrediente para cocinar lo que le había pedido), luego iba al baño y finalmente se escuchaba el ruido de la puerta de entrada cerrándose, cuando se iba a comprar. Yo me dormía otra vez, pero volvía a despertarme por unos pocos segundos durante toda la mañana, por algún ruido: la cuchilla picando verdura, un mueble que se corría, el cepillado de la bañera para despegar el jabón, la puerta de un ropero que se abría para colgar la ropa ya planchada.

Pasado el mediodía me golpeaba la puerta para limpiar la habitación. Me ponía un jogging roto que dejaba al lado de la cama y salía de la habitación, medio dormido. Ese era el mejor momento, cuando abría la puerta de la habitación y sentía el olor al brillo del piso mezclado con la comida. Me hacía acordar a cuando era chico. Mi mamá no cocinaba mucho, pero sí embadurnaba la casa con los olores de la limpieza. Enceraba casi todos los días, así que yo me despertaba con el rugido espiralado de la enceradora, el olor a cera y a veces el olor a milanesas. Yo dormía en un sofá-cama en el living, y por eso si había que recibir a alguien me tenían que despertar. Rápidamente se ordenaba el living, se tiraba un poco de desodorante de ambientes y se daba vuelta el colchón del sofá cama para que quedara la cuerina hacia arriba. Yo me queda esperando en el pasillo a que el invitado se fuera abrazado al bollo de sábanas, en pijama, dormitando con la cabeza contra la pared.

De a poco Aldana fue aprendiendo. No le tenía que indicar qué cocinar, elegía ella. Hacía más cosas. Iba a buscar la ropa al laverap, la planchaba. Iba al supercado, compraba lo necesario. Ordenaba los libros. Me organizaba los cajones. Y sólo hablamos cuando al final le tenía que pagar.

Un día me contó que su marido tenía cáncer. Se le notaban las ojeras, la cara pinzada por los tirantes de la angustia. Me contó cómo su marido empezó a sentirse mal, los estudios que le hicieron, el diagnóstico que fue volviéndose cada vez más nítido. Trató de contener las lágrimas pero no pudo y siguió hablando con la voz ahogada. Yo sentí que debía abrazarla, pero me quedé clavado donde estaba, apoyado contra la pared. Si le doy más confianza va a llamarme por teléfono varias veces por semana, pensé, y me va a contar los detalles del deterioro, del dolor, de la impotencia. Las cosas que se me ocurrieron para decir me sonaron todas falsas y estúpidas, así que me quedé en silencio. Después le dije que se fije, que si se quería tomarse un tiempo y no venir, que podía buscar a otra persona, y luego ella podía volver, que yo le iba a guardar el trabajo para ella. Me dijo que gracias, pero que necesitaba el dinero en ese momento.

A partir de ese momento, y durante meses, cada vez que salía de la habitación, dormido, ella decía: “Bueno, esta semana…” y empezaba a contarme las visitas a médicos, los tratamientos que no funcionaban, los trámites en la obra social. Era un recorrido itemizado por todos los intentos de curar o de prolongar. Yo sentía que ese relato estaba destinado más a ella que a mí, una manera de ordenar las cosas, precariamente, en secuencia. Yo aprendí a decir algunas frases intrascendentes. Decía mucho “quizás”, una palabra que nunca uso. Siempre uso “capaz”, pero en ese momento “quizás” me parecía más apropiado.

En todo ese tiempo ella nunca preguntó nada sobre mí. Sólo sabía los datos básicos de mi trabajo, de lo que como, y poco más.

A los pocos meses el marido murió. Me enteré por un mensaje que dejó en el contestador, diciendo que no iba a venir por un tiempo, que me iba a avisar cuando pudiera venir otra vez. Se le quebró la voz y cortó. La llamé al día siguente para decirle que lamentaba lo que había pasado. No dije nada más. Ella me contó qué fue todo lo que se trató de hacer en la última semana. Se notaba que ya había contado esto de la misma manera muchas veces, y me lo contó a mí porque sintió que tenía que darle un final al relato de todos esos mediodías, antes de abrir la puerta del horno o destapar una cacerola y mostrarme lo que había cocinado.

Pasaron unos 6 meses hasta que volvió a comunicarse, diciendo que quería volver a trabajar. Cuando la vi noté las secuelas del dolor en su cara, pero también noté que se había maquillado un poco. Se quejó de dolor en las cervicales. Le dije que no se preocupe tanto por la limpieza, que pase el escobillón y quite el polvo de los muebles. Me interesaba más lo que cocinaba, y ella pareció aliviada con mi sugerencia. Se notaba que le gustaba cocinar más que limpiar. Me contó que estaba terminando un curso de catering y que después iba a hacer uno de computación. Como estaba dando talleres literarios en mi casa, le pedí que hiciera comida para mí y también para el taller. Hacía cosas elaboradas: canapés, brochettes con albondiguitas, fiambre y tomates cherry, etc. Después, a la semana siguiente, me preguntaba qué respuesta había generado su comida. Incluso me dijo que iba a hacer tarjetas así las repartía entre mis alumnos. Se esforzaba cada vez más y sus platos se iban poniendo cada vez más elaborados.

Un día me contó que había conocido a un hombre en el colectivo.

- Estaba de traje – dijo -. Parece un galán de telenovela. Me miró y a mí me dio verguenza, no pensé que me miraba a mí. Vi que anotaba algo en un papelito y cuando se bajó me lo dio. Era su teléfono. ¿Qué hago, lo llamo?

Le dije que obvio que sí, que lo llamara.

- Ya lo llamé – me dijo, riéndose -. Hablamos todas las noches como dos horas. Trabaja mucho, lo único, así que todavía no nos vimos, pero esta semana me saca a cenar.

Aldana se compró un celular, y ahora lo que me despertaba durante toda la mañana era el bip creciente del celular, que sonaba cada 15 minutos. A medida que avanzaban los meses, Aldana se quejaba cada vez más de problemas físicos. Cada vez que iba a un médico le diagnosticaban algo. Cuando yo salía de la habitación, dormido, ella decía: “No sabés, esta semana…”. Miopía, presión alta, desviación en la columna… y finalmente, artritis. Empezó a faltar, muchas veces sin avisar. Finalmente hablé con ella y le dije que me sentía mal haciéndola trabajar, cuando tiene tanto dolor en los huesos. Si querés podés venir solamente a cocinar, le dije. Me dijo que igual venir hasta mi casa era mucho viaje y que por suerte el novio le había dicho que la podía ayudar económicamente, y que por eso había pensado en dejar de venir,aunque no se animaba a decírmelo. Le dije que me parecía bien, que era una lástima que no pudiera venir más, pero que lo más importante era su salud. Me dijo que le daba mucha pena, porque más allá del trabajo y del dinero, me había tomado cariño. Se le cayeron algunas lágrimas pero enseguida se recompuso. Me contó que ya había terminado el curso de computación, y que el novio le había regalado una computadora usada. Me pidió el mail. Se lo di.

A los pocos días empecé a recibir decenas de mails. Fotos de amaneceres, poemas de Benedetti, chistes sobre las diferencias entre los hombres y las mujeres. Como mi email empieza con crodriguez, recibo siempre mucho email que no es para mí, sino para Celia, Carlos, Celeste, Cinthia, César o Camilo Rodriguez. Por eso no me di cuenta que los emails venían de ella y además su correo era “vidaypaz2458” y no contenía su nombre. Respondí el mail con un : “Por favor, no te conozco, no mandes más emails a esta dirección”. Varios días después me respondió: “Perdón, pensé que lo conocía, debe ser otro Christian Rodriguez. Aldana.” Me hice el tonto.

A la semana siguiente vino a casa a despedirse y a devolverme la llave. Me contó que había mandado mail pero que un rayado que tenía la misma dirección que yo la había mandado a pasear. Le dije que mejor me de su email así yo le mandaba un correo y quedábamos conectados. Apenas le mandé empezaron a llegar todos los grandes éxitos del spam: el poema de que sólo hay un par de huellas en la playa porque en esos momentos te llevaba en mis brazos, el hotmail se va a volver pago si no hacés tal cosa, lo del activia es una mentira, etc. Esperé unos días y le mandé un correo contándole que por mi trabajo recibo decenas de mails por día, y que por eso sólo puedo responder a los que me están dirigidos en forma personal. A los pocos días me llegan unos pocos correos con cadenas, pero ahora les agrega a la línea de tema del correo un “CHRIS MIRA ESTO!!!”. Por ejemplo: “CHRIS MIRA ESTOO!!! Los ventiladores de techo causan cáncer (estudio Universidad de Maryland), Difundir, NO ES CADENA!”.

Me resigno a hacer 20 clics todos los días para borrar los correos de Aldana.

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