Por Juan Sasturain
No es fácil enamorar a una mujer que tiene freezer.
Uno llega con palabras frescas y ella tiene –congeladas en el freezer– las que le dijimos una hora o dos años atrás.
Descongela y dice:
“Comamos primero lo de ayer, hagamos una cena fría con estas sobras de abandono, estos restos de despedida con que me dejaste plantada”.
No es fácil convencer a una mujer que tiene freezer.
Uno llega con un abrazo inédito, las yemas de los dedos renovadas, huellas flamantes para nuevas sensaciones, y ella tiene –en un helado estante del freezer– las marcas de nuestras últimas manos puestas sobre su sensible corazón, los guantes con que abofeteamos su esperanza, el dibujo de nuestro viejo codo acodado a la mesa donde le dijimos que no daba para más.
No es fácil amar a una mujer que tiene freezer.
Uno va en busca de sus hermosas tetas y ya no están, tibias, ahí donde solían, sino en el freezer y hay que aceptarlo. Todo tiene un tiempo de deshielo, un tiempo de cocción. Las estaciones duran minutos; los años, meses que se disuelven en segundos para la mujer que tiene freezer.
No es fácil ser el amor de una mujer que tiene freezer.
Hay que esperar. Encontrar una percha helada y cómoda donde quedar colgado y ponerse ahí. Hasta que una noche ella sienta un vacío en la boca del estómago, en el costado de su cama, y vaya entregada al freezer.
Conviene estar en la primera fila.
Para esas sensaciones bruscas se preparó el famoso Disney –dicen–, pero uno siempre espera que le vaya mejor que al pobre Walt, vivo de olvido, muerto de frío: “No se puede matar a la mamá de Bambi, hacer sufrir a Dumbo y esperar que todo termine bien y sin explicaciones”, dice la mujer que va del freezer al cine y por la vida.
No es fácil olvidar a esa mujer que tiene freezer.
Se nos ha congelado en la memoria y sólo queda aguantar el remoto, ruidoso deshielo. Habrá que estar en el momento justo en que se parte el Perito Moreno de su corazón, aprovechar la grieta para colarse mientras los japoneses registran que por fin, que valió la Pena.
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